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En el ocaso de un mes austero, me hallé con escasas monedas para indulgencias, y así fue que me dirigí hacia la morada de una madura luna de opalescente fulgor. Tras entablar comunicación, acordamos el encuentro, donde ella, en mensaje cifrado, desveló su ubicación y la altura exacta de su morada.

Al llegar a ese recinto, transmití mi mensaje y recibí el número del aposento. Siguiendo sus indicaciones, me encaminé a través del ascensor hacia la cima del edificio. Una vez frente a su umbral, pulsé el timbre, y con una sonrisa inmaculada, la dama de la noche me recibió. Su acogida se materializó en un beso, y con gesto caballeroso, procedió a guiarme hasta su santuario privado.

Allí, entre susurros y caricias, transcurrió el intercambio de retribución por servicios. Tras este trámite, me dirigí al aposento de aseo para prepararme, emergiendo pronto con brío renovado. La estancia se colmó de un ambiente de fervor compartido. La piel desnuda, cual lienzo en blanco, se llenó de la tinta ardiente de besos y caricias

Sus labios demandaron un tributo en su pecho, mientras el compás del éxtasis ascendía. Mi falo, objeto de su admiración, recibió sus atenciones con devoción. Sus labios hábiles y sin obstáculo alguno se entregaron a él. Luego, en un lecho de lascivia, los cuerpos entrelazados dieron inicio a la danza carnal.

De misionero a posturas más atrevidas, el canto de la pasión resonó, acompañado de susurros compartidos y la figura de ella, cediendo su retaguardia por un tributo suplementario. Y así, en el culmen de un trayecto vertiginoso, la culminación se pintó sobre un lienzo de látex.

Luego, en el ámbito de la pulcritud, compartimos conversaciones que abrazaron temas diversos mientras la hora avanzaba. Al despedirnos, un beso selló nuestro encuentro. Así concluyó esta aventura, a la espera de futuras narraciones

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