¿El mensaje rompe las reglas?
Reporta a total.esunratito
[XP] [XP] LE GOURMET DU PARIS
06-Dec-2008, 17:23
Voici l’historie de ma familia comme je la connais. Ce n’pas une historie comme las aoutres et pourtant ils ont été à fuir l’est, là où la vie leur était trop punible pour rester et parce quíls `revalient pour leurs enfants d’êtres humains à part entière.
Relato con sexo real explícito.
Mi padre nació en París, en casa de mis abuelos: la xxx Avenue Daumesnil. Sus progenitores la habían adquirido en xxxx. Era un departamento amplio ubicado en un edificio de 6 plantas, con largo balcón de primer piso al frente y ventanas de dos cuerpos, (como eran los edificios “modernos” de fin del Siglo XIX). Hoy está intacto y bien conservado. Su puerta principal es de cedro lustrado, con dos rejas en su parte superior y vidrios opacados por relieves. Los abuelos: ella, lituana. El, alsaciano (esa zona fronteriza que hoy pertenece a Francia, pero se habla un alemán aflautado después de un puñado de guerras por su conquista). En la capital de Alsacia, Strasburgo, todavía existen: una gran cervecería y un restaurante con el apellido de mi familia.
¿Tal vez de allí mi gran inclinación por la cocina de sabores exóticos? No lo sé.
El secreto de los genes, algo que aún hoy es base de múltiples experimentos, todavía no me revelan la verdad.
Pero esta historia no comenzó en xxxx. Ni siquiera en esa calle parisina de altos árboles y negocios con frentes pintados de vivos colores, adornados con el aroma tan llamativo de panes recién horneados, que emana del negocio de la esquina.
Todo comienza con un MP: -"¿Para cuando la cena prometida?”
-“Miércoles a las 21, te viene bien”? –le escribí
-“Listo. Lo anoto en la agenda” –me respondió. La llamé por teléfono para consultar.
-“Una pregunta, tienes sartén y cacerolas?” -su carcajada estalló en el auricular.
-“No sé… espera me fijo…” –ruidos a alacenas abiertas incluyendo la puerta del horno.
-“Tengo una, no muy grande. Y una cacerola. ¿Te va?”
-“Bien. Yo compro el resto. A las 21 estoy allí. ¿Hay otros comensales?”
-“No. Vos y yo solitos”
Las agujas del reloj habían dado dos vuelta y media completas cuando toqué el timbre. Abre de arriba. Subo y dejo todo en la cocina. Charla amena de temas diversos, recuerdos de viajes y amigos comunes. Un Calvet Brut de caja negra: al congelador. Otra botella, con menos alcurnia, para cocinar.
Coloco los hongos secos en una taza grande con vino blanco, para su hidratación. Pico finamente ½ cebolla, morrones rojos y verdes, y comienzo a calentar el sartén (mediano) con aceite de oliva. Varias fetas finas de panceta salada son arrojadas al aceite caliente. Una vez mezclada la grasa de la panceta con el aceite, bajo el fuego al mínimo y coloco las pechugas de pollo, cortadas longitudinalmente al medio, sin grasa adherida ni piel. Tapo el sartén y aguardo que se comiencen a dorar.
Más charla. Parientes, madre controladora, amigos y conocidos viejos y nuevos. Situaciones de vida y proyectos futuros. La conversación era tan amena como si hablaran dos viejos que se conocían de la infancia. Sin embargo, era mi segunda visita. Tan apartada de la primera que no calculamos los meses, para evitar reproches.
-“Tu heladera está vacía” – le indiqué.
-“Es que yo vivo con delibery a destajo” – nos reímos por su ocurrencia. “cuando vino un día Amino dijo que mi heladera estaba llena de aire frío”.
Habían pasado unos quince minutos, cuando di vueltas las pechugas, doradas ya en su parte inferior.
Nos entretuvimos en el partido. Estudiantes había logrado el primer gol, en Porto Alegre y desde un bar cercano se escuchaban los gritos de varios hinchas.
Comenzaron los preparativos para la cena. Mantelitos individuales. Cubiertos. Copas ansiosas por recibir el dorado néctar helado, rodajas de pan y servilletas de papel.
Saqué las pechugas del sartén y también las tiras de panceta, colocándolas en un plato hondo. Coloqué en el sartén la cebolla y los morrones picados revolviendo lentamente hasta que las primeras comenzaron a ponerse transparentes, allí agregué la taza de vino blanco con los hongos ya hidratados. La salsa estaba llegando a su punto.
En una tabla de picar corté en pequeños trozos las tiras de panceta, ubicando éstos en la salsa y, sobre ellos, nuevamente, las pechugas.
Condimenté con ají molido e hierbas aromáticas. Cinco minutos y apagué el fuego dejando que el sartén tapado permitiera la impregnación de la carne blanca.
En otra hornalla encendida ubiqué la cacerola. Coloqué en ella un trozo de manteca, que se derritió enseguida, sazoné con nuez moscada y volqué el puré de papas (ya elaborado) que adquiriera en el supermercado. Revolví todo para su mezcla y cuando estaba caliente, apagué el fuego.
Como esa frase tradicional, de escuela de teatro, puse cara de mayordomo y dije a la niña:
-“La cena está lista…” El olorcito que la salsa distribuía en todo el departamento había alegrado las tripas y llenaba de saliva nuestras fauces. El festín estaba en la gatera. Destapé el Calvet Brut e hicimos el primer brindis. La profundidad del vino y su lejano toque dulzón, preparó nuestros paladares.
No voy a detallar los elogios recibidos, porque ustedes saben que no soy afecto a ellos, pero la cara de satisfacción de mi comensal me llenó de orgullo.
-“¿Cómo está tan exquisito y no le has puesto sal?”
-“Yo cocino sin sal marina. Si quieres puedes agregarle…” –expliqué- “Lo importante es el sabor natural de cada elemento que integra el plato”.
-“No. Así está perfecto.” –me dijo.
-“Los pedacitos de panceta le dan el suficiente ‘toque’ de sal que necesita la salsa”.
Cuando finalizamos de cenar, los platos estaban casi limpios. En el sartén quedaba un pequeño trozo de pollo y salsa, pero ambos estábamos satisfechos.
Mientras comíamos, había finalizado el partido y los asistentes del bar cercano salían ruidosamente a la calle haciendo los comentarios comunes en voz alta.
Nos acercamos a la ventana y observamos la escena. Ella se puso delante de mí. La tomé por la cintura, besando su cuello y aspirando ese tenue perfume que despedía. Noté cómo se le erizaba la piel. Giró, enfrentándome, y recibí esos labios húmedos y abiertos en mi boca. Las lenguas se acariciaron mientras el abrazo se hacía más intenso y las manos de ambos recorrían el cuerpo del otro.
Nunca una situación debe ser igual a otra. Tampoco su relato y descripción.
El glamour de la fémina superaba el mejor retrato de un artista. Sin planificarlo, sin preverlo, nos encontramos al pie de la cama. Éramos una pareja de amantes comunes que se llenaban de mimos luego de compartir una cena casi familiar.
¿Excitados por los sabores? No tengo respuesta a esa pregunta.
¿O fue el ambiente de esas horas de solaz, simpatía y buena onda que transcurrieron sin darnos cuenta, hasta que las pieles mutuas quedaron expuestas al contacto virtuoso y humano de nosotros mismos?
Podríamos escribir ríos de letras para contar con detalles el porqué de los por que. Y ni así podríamos aproximarnos a lo que sentíamos ambos. La vida nos sorprendió en esa gota de tiempo que desafiaba sumergirnos en el espacio temporal de lo que se aproximaba.
Nunca una situación debe ser igual a otra.
Por eso, esta vez, fue diferente a nuestro primer encuentro. No era una relación de escort y cliente. Fue algo más. Fue una relación de solitarios unidos por un halo de ternura y satisfacción. Como si a ambos nos hubiesen crecidos alas y recorriéramos el existir en un solo instante y, finalmente, descender allí, en ese ambiente que nos daba la proyección de tiempo y espacio para embeber el éxtasis que se avecinaba.
Sus piernas perfectas. El cuerpo de una deidad. Los labios como imanes que atraían besar. Y su sexo anhelante, como caverna temporal imposible de negar otra cosa que ser penetrada. Y sus pechos: gloria matrizada con pequeños pezones de tersura tan sutil que recorrerlos con la lengua se transforma en un placer fatuo que no amenaza final.
Así comenzó ese instante. Y allí pasó todo.
Las sábanas eran un océano de glorias. Los cuerpos enroscados en mil movimientos, navegaban ora hacia la izquierda, ora hacia la derecha. Perdimos la brújula y la pudicia. Perdimos el tiempo y el espacio en ese torbellino sexual que nos embargaba. Y así, sin planificarlo (y –tal vez- sin preverlo), caímos en el nido matriz de un placer irresistible.
No fue una relación guarra, como las miles narradas. No fue un acto sexual comercial, sello contra sello repetido permanentemente en tantas experiencias posteadas. Fue algo sentido y consentido. Con miles de besos a los labios vaginales respondidos por miles más en el miembro y la zona erógena que lo rodea.
Y así por momentos sin tiempo.
Hasta terminar invertidos, pintando el uno al otro con la saliva deseosa en el lugar más gozado.
Nunca una situación debe ser igual a otra.
Por eso no tuve necesidad de usar ese cuerpo para descargar mis instintos. Ni ella debió trazar un plan para hacerme gozar. Todo se dio porque así debía darse. Ella habrá valorado más el encuentro, acostumbrada a guarradas limítrofes con el maltrato. No debió ensayar y reproducir las situaciones que acostumbra vivir con clientes ocasionales o permanentes.
Es probable que cuando estábamos ensimismados en pleno acto sexual, uno frente al otro, con sus piernas alzadas y emitiendo esos ronroneos y suspiros a cada embate, haya soñado con un arco iris que nos envolvía de siete colores primarios y dejaba en nuestras pieles el rojo carmesí del placer.
También es seguro que ese placer llegó sin llamarlo y nos cubrió como un manto de ternura y caricias sin igual.
Qué mejor instante. Qué mejor minuto en mil horas vividas, que ese contacto compartido?
Por eso, al final, cuando bajó para el beso endiosado de sus labios apretando mi miembro, el instante se llenó de minutos y lo predispuso al descargue final. Imaginé que miles de hormigas cubrían las paredes y trepaban ansiosas por las sábanas, para prolongar el placer del contacto. Hasta que las hormigas se transformaban en bailarinas de ropas diminutas, preanunciando que no podía controlar mi propia naturaleza. Cuando todo parecía ser imposible contener, volví imaginar que estábamos en un prado de tréboles, verde azulados y cientos de ovejas pastaban a nuestro alrededor, frenando que el placer finalizara en orgasmo. También allí mi imaginación fue vencida. Las ovejas se transformaron en diosas vestales que junto a Afrodita deseaban quitarme el elixir de la vida.
Entonces me abandoné a sus labios y dejé que sacara lo buscado y gozara con mi goce.
Cuando traspuse la puerta, ya de madrugada, me llevé impregnado la imagen y las palabras. La piel y su perfume. La tibieza de sus caricias y los besos en mi cuerpo.
Me sentí feliz. Pleno. Porque fue una noche especial, como hace una eternidad no he vivido. Una noche donde dos solitarios de la vida se unieron en una mesa y sin preverlo llegaron a cumplir el rito de los amantes furtivos.
Nunca una situación debe ser igual a otra.
Gracias por la maravilla de tu compañía, París, “au revoir, mon petite femme”, pensé al caminar.
Y, sonriente, me sumergí en la cotidianeidad de la noche.-
Total.esunratito