Parece que sigue haciendo roncha el tema del viaje de Loreli y Samy. Ya había dicho que yo había pasado por algo parecido que hoy, a un poquito más de distancia, casi dos meses, no hace más que reforzar lo que había escrito entonces.
Agrego lo que se me ocurrió escribir sobre esa experiencia para que vean hasta donde puede calar algo así:
EN MENOS DE CUARENTA HORAS
“Escucha bien y aprende infeliz:
felicidad es haber sido feliz.”
Antonio Porchia
Salirse de la ruta.
Atravesar algunos kilómetros de arena.
Llegar a la cabaña.
Caldearla del frío del otoño, del mar y del bosque.
Hundir los pies en esa mezcla de grava, arena y agujas de pino y casuarinas.
Aprovechar los últimos tibios rayos de sol que se filtran entre las ramas.
Alcanzar el mar. Descubrir que el horizonte no es recto, sino el arco tensado de una elipse que apunta al infinito.
Volver huyendo de la noche húmeda y fría que se despliega entre los árboles.
El abrigo de la cabaña. El encuentro de ambas pieles escudándose bajo las cobijas.
Luego el auto, la arena, la noche sin luna.
Las luces de la ciudad. La cena frugal. El regreso.
Otra vez el auto, la arena, la noche sin luna.
La oscuridad del bosque. El miedo infantil a perderse.
La cabaña que emerge como la imagen de la salvación.
Agotados, solo queda abrazarse e intentar dormirse.
Ella lo logra; él lo consigue de a ratos.
Entre sueños, a veces ella lo abraza. A veces él la abraza. O le cubre con la sábana el hombro helado por el aliento frío de la noche.
En la penumbra, él entrevé el rostro femenino que descansa distendido.
Durante largos minutos escucha su respiración profunda y siente que – dormida – acerca una pierna a la suya y no la despega. Debe sentirse bien así porque seguro que no siente frío y alcanza a percibirle sobre la piel el barniz de una leve transpiración.
Así se desliza la noche.
La mañana deviene lluviosa y ya está madura para el acto del amor.
Después será el tiempo de los sobresaltos y de lo impensado y sólo quedará espacio para el apurado regreso.
Qué extraño. La cumbre va a ser marcada por unos rápidos besos en el camino y en la despedida. Son los que a él le taladran el alma.
Menos de cuarenta horas.
Se terminó y ahora está solo. Se equivoca. Tiene un compañero oportuno y solidario: el cansancio.
Alto ya el sol él se levanta y mira sus manos: están vacías.
¿Y el alma?. No lo sabe. De a ratos le duele dulcemente, de a ratos es como que le sonríe.
¿Qué pasará con él? Tampoco lo sabe. Siente un poco de todo, menos miedo.
Porque ha decidido hacer con las caricias de ella un escudo.
Con sus besos una espada.
Con su nombre una bandera.
Y ahora siente que tiene nuevas fuerzas para esperar los momentos de las lágrimas, el dolor y la injusticia que, sabe, han de llegar.
Serán enfrentados.